El viejo y su BMW deportivo

No fue hasta la tercera vez que oí esos gritos que me levanté y me asomé por la ventana. “Abra la puerta del coche”, repetía todo el rato el hombre que armaba jaleo en la calle. Eran las 18:30, pero ya era de noche. El del coche no se decidía a entrar en el parking pese a que la compuerta estaba abierta. Quieto, en su asiento y con las manos al volante, permanecía sin hacer nada, y por supuesto, sin abrir la puerta. El hombre que estaba cabreado junto al coche se cansó de esperar y abrió la puerta del conductor desde fuera. Tenía acento argentino y lo hizo con tanta fuerza que se oyó un clack

Ahora que no había cristal entre ambos, empezó a gritar más. Esta vez cambio de frase, pero como antes hizo, la repitió más de cinco veces. “¿No ves que es una criatura, la querías chafar o qué?” Al otro lado del coche, junto a la puerta del copiloto, había un niño de unos ocho años con unos rizos rubios.

La gente pasaba andando como si nada de aquello estuviese ocurriendo. El niño parecía estar ausente. Miraba unos cromos que lleva en su pequeña mano de niño de ocho años. No los pasaba, ni buscaba uno en concreto, observaba el taco en general.

La voz del hombre del coche trataba de luchar con la del ofendido, pero poco pudo hacer. Era una voz de anciano, leve y aguda, que repetía todo el rato que lo sentía mucho. Conducía un BMW con llantas deportivas. Me fijé cuando el argentino le dijo la frase con la que zanjó la trifulca: «¿Qué te crees, que por tener un coche lo tenés todo en la vida?» Pensé que el coche era muy bonito, que me gustaría tenerlo a mí, y que el hombre del niño tenía muchos más problemas que aquel atropello frustrado.

El BMW quedó parado con el motor aún encendido y las luces iluminando la compuerta del parking. Hacía como dos minutos que se había cerrado. El argentino y el niño se fueron calle abajo y al pasar bajo mi ventana el pequeño dijo: “Papa, me faltan cinco para acabar la cole”. Entonces supe que aquel tipo era su padre, y supe también que la voz del niño era leve y aguda.

Me senté en el sofá y volví a reemprender la lectura de un libro de detectives, muy malo y muy guarro. Cuando acabé la segunda página oí como se habría la compuerta del parking. Entonces supe también que el anciano, al fin, había decido entrar.

Gorka Ellakuría

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